lunes, 17 de enero de 2011

Nuestro encuentro.

Una mirada sentenció nuestros corazones por siempre, un sentimiento que despertó inesperadamente le dio cuerda a la verdadera prueba de amor.
Muchas veces estuvimos juntos, muchas veces acudí a ti en la tristeza, recuerdo que secabas mis lágrimas y me decías que todo estaba bien aún y cuando mi mundo entero se veía en grave peligro. Tú siempre fuiste mi amigo, más que eso, mi compañero de travesuras y andanzas, siempre anduviste de mi lado compartiendo tus historias, relatándome de tus desaciertos en el amor, llenándome con esos inesperados desenlaces. Aún lo recuerdo, eras sólo mi amigo, aunque yo te quería demasiado.
Recuerdo el día de nuestra despedida y la despreocupada osadía que llevé a cabo para poder estar allí junto a ti cuando ese endemoniado avión te llevara lejos de mí. Vi tus lágrimas esa noche, pero eso no fue lo único: Vi el amor que estaba creciendo dentro de mí, sentí la egoísta necesidad de no dejarte ir y mantenerte a mi lado, escuché un latido diferente en tu corazón. Pero no hice nada, te dejé ir y hoy, años después, sigue tu recuerdo tatuado en toda mi piel, impregnado en mi educación; sigue tu esencia bañando cada partícula de mi agitado corazón a la espera. Aún te quiero ver como el primer día, amigo.
Dediqué mi tiempo a los estudios, me llené de ideas tontas a futuro y me vi sola en cada escena, pues quería imaginarte a ti, pero tú ya no estabas, tú te habías ido y aún llevo atascada en mi garganta esas dos palabras que todo lo empiezan y aveces todo lo terminan.
El día de tu regreso se tornaba cada vez más inexacto, recuerdo haber estado frente al teléfono más de dos horas cada día, pero no era ese el único tiempo que le dedicaba a tu recuerdo, pues cada noche, cada madrugada, anhelaba al hombre en que sabía que te habías convertido, a esa voz que sé que se te ha tornado más gruesa y profunda, a ese par de detalles pueriles que no se comparan con tenerte frente a mí.

El día de tu encuentro estuvo soleado, pues, para mí, la tormenta había pasado. No puedo definir con palabras el alborozo, la alegría, ¡el júbilo! de tenerte de nuevo junto a mí y saber, sólo con mirar esas diminutas lágrimas de felicidad permanente en tus mejillas, que tú también habías esperado este encuentro, nuestro encuentro.

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